Como decíamos ayer (y esta vez casi es verdad), hay muchas maneras de contar una historia pero no todas me parecen buenas. El otro día hablaba de cómo para que un cuento me pareciera bueno, debía arrastrarme. Comparándolo con la música, por ejemplo, un buen cuento, quizá, es como una buena canción de los Rolling, que desde el primer acorde te tiene moviendo los pies y que al final te deja con una taquicardia incontrolable.
Eso no quiere decir que el cuento deba tener un ritmo endiablado o que se escuchen riffs de guitarra por todos los lados. Nada más lejos, hay cuentos intensísimos que siguen arrastrándote (literalmente) desde la primera palabra hasta la última pero que en nada pueden parecerse a una canción de los Rolling. Quizá a alguna de U2 (para comprobarlo, leed El menor espectáculo del mundo, de Félix J. Palma y sabréis de lo que hablo). En definitiva, un buen cuento debe dejarte taquicárdico, emocionalmente perdido, sin aliento. Definitivamente, con ganas de más.
Cuento todo esto porque, para mí, al contrario que para los cuentos que (como ya he dicho mil veces porque soy así de repetitivo, porque me encanta cómo suena la palabra y porque me masturbo con mis geniales propias comparaciones) deben arrastrarte, una novela debe conseguir que te deslices por ella sin que te des cuenta. Que, a lo mejor, comiences a leerla sin ninguna expectativa pero que, de repente, te veas atrapado en ella sin remedio, bajando por una cuesta cubierta de hielo en un trineo sin frenos.
Suelo decir que escribo mejores novelas que cuentos. Si acaso algo de lo que escribo puede considerarse bueno. Quizá a lo que realmente me refiero es que me es más fácil escribir una novela que un cuento. Y es que, la verdad, creo que escribir una novela es, definitivamente, más fácil. Eso no quiere decir que sea fácil escribir una buena novela, por supuesto que no, porque eso no es verdad. Pero sí es cierto que, a la hora de escribir, al menos como yo lo veo, una novela te permite ciertos recursos que piensas que pueden engañar al lector. Sin embargo, al final, después de unas cuantas a mis espaldas, me he dado cuenta de que al único al que engañan es a ti, al escritor.
Para empezar, una novela es más larga. Eso te puede hacer pensar que, no sé, con una descripción por aquí, unas cuantas florituras por allá, un diálogo en la cola del supermercado, una escena de sexo, otra de reconciliación y un par de rollos místico-filosóficos puedes llegar a cubrir los espacios vacíos entre esa escena y esa otra escena que tienes ganas de escribir y que fueron las que te dieron ganas de escribir la historia que estás contando.
Las Estaciones de Vivaldi, por poner un ejemplo, o El lago de los Cisnes o el maravilloso Rumours de Fleetwood Mac son obras mucho más largas que el Satisfaction de los Rolling y, en ninguno de sus acordes o arpegios (no tengo ni puta idea de vocabulario musical, así que espero que disculpéis mi incultura) se aprecian esas herramientas engañosas. Dudo mucho que Tchaikovski dijera: "voy a meter ahora el Pas d'action para rellenar, que lo que quiero escribir realmente es la danza de los pequeños cisnes". Tampoco creo que Stevie Nicks le comentara a Mick Fleetwood que por qué no metían el Songbird de Christine McVie para rellenar antes de llegar al apoteosis de The Chain (apoteósica, esta canción es simplemente apoteósica). No. En esas piezas musicales ni sobra ni falta nada ni sientes que una parte está por estar para llegar a la otra parte. Todas y cada una de ellas son necesarias.
Ahora bien, ¿cómo se hace eso? ¿Cómo logramos que el lector se deslice por nuestras palabras? ¿Cómo evitar el ser un vago de mierda y recurrir a recursos vagos y manidos y tópicos?
Pues, la verdad, no tengo ni idea (por ahora, que algún día dominaré el mundo. Ya lo veréis) y esta entrada me ha quedado demasiado larga y tengo mil cosas por hacer. Pero en próximas entradas intentaremos adivinarlo.